Foto: Graciela Barrera |
Los
escritores se mueven por la delgada línea de la desesperanza,
expuestos a
perder el equilibrio en cualquier momento.
Miguel
Sanfeliu
Para mí sería fantástico comentar todos los libros que leo,
pero no me resulta tarea fácil. Sin embargo, tengo que detenerme ante Miguel
Sanfeliu, simplemente porque es mi amigo. Lo conocí cuando escribía y escribía
y escribía en la espera de que algún día sus letras se transformarían en
libros. Aunque ya publicaba en diversas revistas y libros colectivos. A la vez,
gestiona su blog Cierta Distancia. Tampoco olvido que me compartió el Hay
Festival de su país, cuando en aquél entonces no creía que llegaría a mi ciudad
y, llegó, pero por desgracia, después de cuatro años, se canceló. También me
une el sentimiento que Miguel fue el puente para mi encuentro con mi admirado
Juan Cruz en el primer Hay. Y así podría contar más detalles. Me tocó el
privilegio de ver nacer sus libros: Anónimos
(Traspiés, 2009- Col. Vagamundos), Los
pequeños placeres (Paréntesis, 2011) y Gente que nunca existió (E.d.a. libros, 2012). Parece que cicatriza (Talentura, 2014) es
el cuarto y éste en especial tiene un gran significado para mí. Primero, porque
llegó un día antes de la celebración del libro; segundo, porque me lo llevé a
la clínica creyendo que podría leerlo. Solamente llegué a la página 34 y no fue
posible continuarlo por la inmovilidad vivida. Y tercero, porque ya en casa, en
una tarde nublada y friolenta de domingo, decidí leerlo desde el principio hasta
no parar. El reto era no perder la concentración ante el antecedente que tuve debido
a la adversidad. En realidad, no tuve problemas, el libro me atrapó desde el
inicio hasta el final. ¿Dos tazas de café? Creo que sí. Una interrupción
telefónica, también. Un respiro deseado ante el bambú y continué con la lectura.
Me identifiqué con el inicio de la historia porque es casi la misma que vivió
mi hermano y yo en ese entonces era una testigo adolescente de la situación. Continué
y me detuve ante un párrafo que me hizo reír mucho, obviamente lo subrayé. Y
seguí hasta que sentí las venas de Roberto Ponce, el personaje. El hombre que
desea ser escritor, que cada día lucha por dejar una letra trascendente y
parece que es una batalla ante lo imposible. (Pensé en todos aquellos que han
sufrido por escribir una novela, por todo lo que pasan por cumplir un sueño que
entre más cerca lo tienen se vuelve lejano). Él se resigna creyendo que no sabe
escribir y se convierte en otro. Me agobio al verlo cuántas historias imagina y
no puede concretarlas ante la hoja en blanco. Quiere explicarle al mundo que tiene
muchos motivos para escribir. Que escribir no es un hobby, escribir es su vida.
Que nadie lo interrumpa para escribir. Que ama la literatura. Que todavía le
falta mucho por leer. Que los años se pasan. Pero Roberto Ponce no avanza, ni
sus interminables relatos interesantes. Me impactó cuando declaró: “La
literatura es una herida que permanece abierta, sangrando, y aunque llega un
momento en que parece que cicatriza, se trata tan solo de una ilusión, nunca se
cierra, quien está herido de la literatura nunca llega a curarse”. A la vuelta
de los años, mira sus escritos y sabe que no puede arrojar sus hojas
inconclusas porque sería la muerte. Reflexiono y recuerdo que, en algún
momento, los sueños siguen alimentándose en nuestro interior. Y… parece que
cicatrizo.
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