Mi madre tuvo una muerte muy feliz y yo fui partícipe de que así sucediera.
Les narraré la historia.
Crecí en un hogar socialista, en Berlín, la Alemania Oriental, ese lugar en donde los líderes de la antigua República Demócrata Alemana (RDA), ordenaron la construcción de un muro de concreto, coronado con alambre de púas y vigilado por torretas de vigilancia, nidos de ametralladoras y minas, para dividir en dos la ciudad.
Si recuerdan, el objetivo oficial: "proteger a los habitantes de la RDA contra los ataques fascistas occidentales". Sin embargo, el objetivo real era otro: impedir el escape a la libertad de miles de ciudadanos inconformes con el régimen comunista impuesto por la Unión Soviética.
Durante 28 años (1961-1989) el Muro de Berlín separó amigos, familias y a una nación. Después de la segunda guerra mundial en 1945, los aliados ganadores Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Rusia, dividieron a Alemania en cuatro sectores, cada sector bajo el control de cada uno.
El "Muro de la Vergüenza" indignó a la opinión pública occidental, desacreditó aún más la postura soviética y se convirtió en el doloroso símbolo de la guerra fría y de la opresión totalitaria comunista.
Mis padres, Robert y Christiane, eran luchadores incansables por la ideología política soviética.
Cuando éramos niños, mi hermana Ariane y yo no supimos la razón porque mi padre se fue de la casa, hasta que fuimos jóvenes, pero esa salida de mi padre, le causó a mi madre una gran tristeza que la llevó a estar internada en el hospital con una amnesia de ocho semanas.
En ese tiempo –el verano del año 78- estaba el apogeo del primer cosmonauta alemán que iba al espacio.
Cuando salió mi madre del hospital, su vida se transformó, se dedicó de lleno con ímpetu y energía para la Comunidad Socialista Infantil, fue una promotora social, una activista por las causas pobres.
Fue condecorada por ser una personalidad benemérita.
El 7 octubre de 1989, la República Democrática Alemana celebró su 40 aniversario. El país, sin embargo, iba camino al desmoronamiento, las manifestaciones y protestas iban en aumento, con el apoyo de intelectuales, líderes religiosos e incluso algunos líderes del Partido Comunista, exigiendo reformas económicas, políticas y sociales.
Yo estaba entre la multitud, en las principales calles de la ciudad, la policía llegó a interponerse entre nosotros, convirtiéndose el evento en golpes y violencia.
Mi madre llegó justo en el momento en que a mi me llevaban preso, ella se desmayó, le dio un infarto y cayó en coma.
Internada, dormía profundamente, en un sueño interminable daba vueltas, como un satélite alrededor del trajín humano, en nuestro pequeño planeta y en nuestra pequeña república.
Su sueño oscurecía la partida del camarada Erick Honecker, Presidente del Consejo Estatal de la República Democrática de Alemania y Mijail Gorbachov fue la pieza clave que evitó el derramamiento de sangre.
Mamá se perdió de muchas cosas: de mis primeros descubrimientos culturales en un país nuevo, de la occidentalización progresiva de nuestro departamento prefabricado de cuatro recamaras, de saber cuando sentí el enorme éxtasis hormonal al ver algunas piernas bonitas.
No pudo participar en las primeras elecciones libres donde ganó Helmut Kohl y quien haría realidad la Unificación de Alemania apoyado por Gorbachov.
En sus sueños tampoco vio el primer día de la enfermera Lara, de la cual me enamoraría.
Pero sobre todo, no vio cuando el Muro comenzó a derribarse.
Mi hermana dejó la carrera de Economía para trabajar en Burger King y adquirió experiencia con la circulación monetaria.
El viento del cambio sopló hasta las ruinas de nuestra república, llegó el verano y Berlín era el lugar más bello de la tierra.
Tuvimos la sensación de estar en el centro del mundo, allí donde finalmente algo se movía y nosotros nos movimos también.
Quizá era mejor que mi mamá dormida no se diera cuenta de que todo por lo que luchó, se esfumó en unos meses.
El futuro yacía en nuestras manos, incierto y prometedor.
Después de ocho meses en coma, mi madre despertó sin acordarse de nada, el doctor nos dijo que no le daba esperanzas, viviría poco tiempo y que tenia que estar ajena de cualquier alteración.
La llevé a casa y decidí engañarla con el mismo mundo que ella había dejado antes de enfermarse, ¿cómo ocultarle a mamá que el país que conoció ya no existía y que todo se había convertido al capitalismo occidental?
Mi amor por mi madre me llevó a querer mantenerla con vida y esperanza en un mundo que estaba en extinción.
Así que descompuse la radio, hice hasta lo imposible por conseguir los alimentos que consumía, buscaba en los bazares para simular el pasado y realicé videos manipulados de TV con la ayuda de un compañero del trabajo.
A finales de junio de 1990 se vaciaron las tiendas de nuestra patria socialista y del otro lado del muro llegó el dinero de verdad.
La vida en nuestro pequeño país se aceleró cada vez más, todos éramos pequeños átomos en un gigantesco acelerador de partículas, sin embargo, lejos del ajetreo de la nueva era, había un lugar de silencio, tranquilidad y apacibilidad en donde podía dormir fácilmente.
Y mientras dormía, mi madre se paró y lentamente vio el mundo exterior, ante ella pasó entre el bajo cielo, un helicóptero que volaba con la estatua de Lenin.
¿Se imaginan esa escena impactante ante ella?
El verano había terminado y decidí acabar con la farsa.
Festejaríamos por última vez el cumpleaños de nuestra patria socialista, pero contrario a la realidad, como una despedida digna.
Así que se produjo el último video, un noticiero tan falso en que mi madre no se diera cuenta de que su amado comunismo había colapsado, al contrario, fue un video digno de una sociedad ideal.
En que sí el “Muro” cayó, fue para que todos se acercaran y convivieran en los mismos objetivos, la gente viviría sin consumismo.
Quizá fue lo mejor para mi mamá que no supiera la verdad. Ella murió feliz.
El país que mi mamá dejó fue un país en el que ella creyó y que dejamos sobrevivir hasta el último segundo de su vida.
Un país que en mis recuerdos siempre estará ligado a mi madre.
Alexander Kerner
Les narraré la historia.
Crecí en un hogar socialista, en Berlín, la Alemania Oriental, ese lugar en donde los líderes de la antigua República Demócrata Alemana (RDA), ordenaron la construcción de un muro de concreto, coronado con alambre de púas y vigilado por torretas de vigilancia, nidos de ametralladoras y minas, para dividir en dos la ciudad.
Si recuerdan, el objetivo oficial: "proteger a los habitantes de la RDA contra los ataques fascistas occidentales". Sin embargo, el objetivo real era otro: impedir el escape a la libertad de miles de ciudadanos inconformes con el régimen comunista impuesto por la Unión Soviética.
Durante 28 años (1961-1989) el Muro de Berlín separó amigos, familias y a una nación. Después de la segunda guerra mundial en 1945, los aliados ganadores Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Rusia, dividieron a Alemania en cuatro sectores, cada sector bajo el control de cada uno.
El "Muro de la Vergüenza" indignó a la opinión pública occidental, desacreditó aún más la postura soviética y se convirtió en el doloroso símbolo de la guerra fría y de la opresión totalitaria comunista.
Mis padres, Robert y Christiane, eran luchadores incansables por la ideología política soviética.
Cuando éramos niños, mi hermana Ariane y yo no supimos la razón porque mi padre se fue de la casa, hasta que fuimos jóvenes, pero esa salida de mi padre, le causó a mi madre una gran tristeza que la llevó a estar internada en el hospital con una amnesia de ocho semanas.
En ese tiempo –el verano del año 78- estaba el apogeo del primer cosmonauta alemán que iba al espacio.
Cuando salió mi madre del hospital, su vida se transformó, se dedicó de lleno con ímpetu y energía para la Comunidad Socialista Infantil, fue una promotora social, una activista por las causas pobres.
Fue condecorada por ser una personalidad benemérita.
El 7 octubre de 1989, la República Democrática Alemana celebró su 40 aniversario. El país, sin embargo, iba camino al desmoronamiento, las manifestaciones y protestas iban en aumento, con el apoyo de intelectuales, líderes religiosos e incluso algunos líderes del Partido Comunista, exigiendo reformas económicas, políticas y sociales.
Yo estaba entre la multitud, en las principales calles de la ciudad, la policía llegó a interponerse entre nosotros, convirtiéndose el evento en golpes y violencia.
Mi madre llegó justo en el momento en que a mi me llevaban preso, ella se desmayó, le dio un infarto y cayó en coma.
Internada, dormía profundamente, en un sueño interminable daba vueltas, como un satélite alrededor del trajín humano, en nuestro pequeño planeta y en nuestra pequeña república.
Su sueño oscurecía la partida del camarada Erick Honecker, Presidente del Consejo Estatal de la República Democrática de Alemania y Mijail Gorbachov fue la pieza clave que evitó el derramamiento de sangre.
Mamá se perdió de muchas cosas: de mis primeros descubrimientos culturales en un país nuevo, de la occidentalización progresiva de nuestro departamento prefabricado de cuatro recamaras, de saber cuando sentí el enorme éxtasis hormonal al ver algunas piernas bonitas.
No pudo participar en las primeras elecciones libres donde ganó Helmut Kohl y quien haría realidad la Unificación de Alemania apoyado por Gorbachov.
En sus sueños tampoco vio el primer día de la enfermera Lara, de la cual me enamoraría.
Pero sobre todo, no vio cuando el Muro comenzó a derribarse.
Mi hermana dejó la carrera de Economía para trabajar en Burger King y adquirió experiencia con la circulación monetaria.
El viento del cambio sopló hasta las ruinas de nuestra república, llegó el verano y Berlín era el lugar más bello de la tierra.
Tuvimos la sensación de estar en el centro del mundo, allí donde finalmente algo se movía y nosotros nos movimos también.
Quizá era mejor que mi mamá dormida no se diera cuenta de que todo por lo que luchó, se esfumó en unos meses.
El futuro yacía en nuestras manos, incierto y prometedor.
Después de ocho meses en coma, mi madre despertó sin acordarse de nada, el doctor nos dijo que no le daba esperanzas, viviría poco tiempo y que tenia que estar ajena de cualquier alteración.
La llevé a casa y decidí engañarla con el mismo mundo que ella había dejado antes de enfermarse, ¿cómo ocultarle a mamá que el país que conoció ya no existía y que todo se había convertido al capitalismo occidental?
Mi amor por mi madre me llevó a querer mantenerla con vida y esperanza en un mundo que estaba en extinción.
Así que descompuse la radio, hice hasta lo imposible por conseguir los alimentos que consumía, buscaba en los bazares para simular el pasado y realicé videos manipulados de TV con la ayuda de un compañero del trabajo.
A finales de junio de 1990 se vaciaron las tiendas de nuestra patria socialista y del otro lado del muro llegó el dinero de verdad.
La vida en nuestro pequeño país se aceleró cada vez más, todos éramos pequeños átomos en un gigantesco acelerador de partículas, sin embargo, lejos del ajetreo de la nueva era, había un lugar de silencio, tranquilidad y apacibilidad en donde podía dormir fácilmente.
Y mientras dormía, mi madre se paró y lentamente vio el mundo exterior, ante ella pasó entre el bajo cielo, un helicóptero que volaba con la estatua de Lenin.
¿Se imaginan esa escena impactante ante ella?
El verano había terminado y decidí acabar con la farsa.
Festejaríamos por última vez el cumpleaños de nuestra patria socialista, pero contrario a la realidad, como una despedida digna.
Así que se produjo el último video, un noticiero tan falso en que mi madre no se diera cuenta de que su amado comunismo había colapsado, al contrario, fue un video digno de una sociedad ideal.
En que sí el “Muro” cayó, fue para que todos se acercaran y convivieran en los mismos objetivos, la gente viviría sin consumismo.
Quizá fue lo mejor para mi mamá que no supiera la verdad. Ella murió feliz.
El país que mi mamá dejó fue un país en el que ella creyó y que dejamos sobrevivir hasta el último segundo de su vida.
Un país que en mis recuerdos siempre estará ligado a mi madre.
Alexander Kerner
3 comentarios:
Siempre es bueno aprender !
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