Foto: Graciela Barrera |
Y al séptimo mes me llegó otra
adversidad. Le pregunté a Dios si me dará un mes de descanso o me mantendrá en
el campo de batalla y él me respondió que cada adversidad no es para quebrarme,
sino para que aprenda, crezca y desarrolle mi resiliencia.
Mi madre estuvo seis días
hospitalizada y miré la muerte de cerca, muy cerquita. Me atreví a detenerla y
dejarla escapar por los elevadores. El tiempo en el hospital me ausentó del
mundo porque estaba en un mundo interior, luchando contra todo tipo de gente y,
a la vez, sintiendo ángeles que me daban la mano para no caer. Ningún enfermo hospitalizado
se salva de mirar la muerte. Los hospitales deberían estar vacíos.
Doce días viví en una residencia
de ancianos dirigido por monjas. Al transcurrir los días, no sabía si saldría
de ese lugar siendo una anciana o una monja. Vivir entre ancianos y monjas,
comprendí que lo único que puede salvar a este mundo es el amor. Qué gran
aprendizaje recibí; tantos detalles, tantas conversaciones, tantas lágrimas y
risas, tantas anécdotas, tanto cariño, tanta esperanza y fe y tanta vida que se
extingue en los atardeceres llenos de mar.
Mi madre ya no camina, pero
todavía respira en su cuerpo deteriorado y que va en descenso. Aunque mi madre,
con ese cuerpo tan pequeño aún tiene fuerza. Solamente Dios sabe el día y la
hora para llevársela. Yo le pido misericordia para que su cuerpo no sufra y se
vaya en paz. Y también pido que el Alzhéimer no me alcance.
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