Mientras
saboreaba un café en La Parroquia 200, observaba a la gente. Siempre me ha
gustado mirar rostros e inventar historias. El lugar estaba casi lleno. Todos
absortos entre sus pláticas. Mientras seguía mirando, vi que en la parte de
afuera estaba Alejandro González Iñárritu con su María Eladia e hijos. Ellos
convivían entre familia. Seguí mirando y, de repente, Alejandro se levantó de
la mesa y atravesó el restaurante hacia los baños. Mirar su caminar, su color de piel,
su cabello y su altura, provocó que yo no saliera corriendo para abordarlo y
pedirle un autógrafo o una foto. No. Me quedé sentada mirando todo. Yo no vi
que nadie volteara a verlo o lo abordara. Todos estaban involucrados en sus
charlas. No sé si no lo reconocieron o simplemente no quisieron molestarlo.
Pero Alejandro no es un hombre que pase desapercibido. Lo vi volver hacia su
mesa y yo sentí que todas las mariposas estallaban en mi estómago. La misma
sensación al salir del cine después de ver una de sus películas. Estuve a punto
de pararme, alcanzarlo y decirle lo que me provocan sus historias. Supongo que
a cualquier director de cine le gustaría saber lo que piensan sus espectadores.
Pero mi instinto me detuvo y seguí sentada contemplándolo. Mi memoria
fotografió toda la escena para que se llegara el día de contar esta historia
que no recuerdo exactamente si sucedió hace dos o tres años.
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2 comentarios:
No me extraña nada todo ese cúmulo de sensaciones. Y encima es guapo.
Linda historia! La próxima vez tienes que decirle lo que piensas de sus películas. Si es buena persona le encantará escucharte y verte (mirarte).
Un abrazo
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