Nunca se sabe
de qué geografía proceden los recuerdos secretos.
Juan Cruz
A la mayoría de los hijos no nos
enseñan que la mayoría de nuestros padres van a envejecer. Solamente vivimos
con la ternura de los abuelos. Creemos que nuestros padres serán eternos o que
nunca perderán la lucidez. Y cuando nos vemos en el espejo y miramos que
nuestro rostro tiene una ligera arruga o en nuestros cabellos encontramos una
cana o nuestro cuerpo empieza a doler,
recordamos que estamos con otra edad.
Últimamente tengo el sueño recurrente
que mi madre tiene 42 años. Edad, no estoy segura, en que decidió empezar de cero con sus dos
hijos. Era fuerte e hiperactiva. No sé cómo con ese cuerpo pequeño y frágil
pudiera tener tanta entereza para cualquier problema. De ella aprendí a ser
trabajadora y a luchar por mis objetivos. Y aunque me tenía en un reino muy
dominante, finalmente pude salirme del redil y, aun así, seguía ese cordón que
nos ataba. Todavía no olvido las palabras que me dijo cuando nació mi hija:
“Los errores que cometí contigo no los repitas con Bethania”. Uf, qué
declaración tan sabia. A la fecha, trato de no repetir la historia con mi hija.
Pero tampoco nos enseñan a ser padres.
Mi madre logró la mayoría de sus
sueños: tener dinero, comprar muchísimos zapatos, viajar, estudiar, escribir y
mirar a sus hijos con sus propios éxitos. Si mi madre dejó cuatro libros
publicados en el área que se desempañaba como docente en la Universidad y era
una lectora asidua, ¿por qué a su cerebro le llegó el Alzhéimer? Sólo Dios sabe
la razón.
Mi madre y yo fuimos diferentes. No
teníamos la misma forma de pensar, por lo tanto, había discusiones. Tan
normales en cualquier familia. Quizá a mí me faltó más inteligencia emocional y
prudencia, pero era una rebelde que deseaba tener el poder. Pero también
coincidíamos en varias cosas. Nos gustaba ir a comer a los restaurantes; nos
gustaba tomar café en las tardes, caminar y mirar el mar. Me reía de sus
anécdotas más chistosas originadas por sus despistes o de su amor por los
camellos. Siempre admiré su intrepidez por lograr lo que se proponía. Y podía
contar más. Nunca olvidaré que me heredó su fe. Y por esa herencia, ella y yo,
llegamos a firmar un pacto. Me alegra que fue a tiempo, cuando su cabeza estaba
en orden. Mi madre y yo, no nos debemos nada. Conocimos la paz y nos cedimos el
reino del poder.
Ahora extraño a mi madre, la
necesito, pero la quiero lúcida y vivaz. Este año que ha sido el más difícil de
mi vida, me sentí huérfana. Mi madre ya no estuvo conmigo mientras mi cuerpo
sufría, ni me dio palabras de aliento y esperanza. A la mitad del año, ella se
enfermó y me tocó cuidarla en un hospital. En el transcurso de la vida, la
cuidé muchas veces, pero esta vez fue diferente porque los médicos me dijeron
que moriría. Recuerdo la oración que hice para entregarla a Dios. Recuerdo su
mano sobre la mía diciéndome: perdóname. Recuerdo la dolencia de mi cuerpo.
Recuerdo, todavía, recuerdo mucho. Pero mi madre sobrevivió y sigue con vida.
Sólo Dios sabe la razón.
Los papeles cambiaron. Ahora, desde
mi ciudad, telefónicamente tengo que decirle palabras gratas y de ánimo. Escucharla
con tranquilidad aunque me repita diez veces lo mismo en una media hora de
conversación. Ya no puedo contarle mis agobios o mis sueños o preguntarle cómo
realizo algo para mi trabajo.
Mi madre, que fue de calendarios,
sigue aferrada al tiempo, al día, a la hora y a su mundo. Y está muy emocionada
por su cumpleaños. Sí, mi madre cumple 83 años. Todavía se acuerda de mí.
2 comentarios:
Me haces siempre voltearme con un guante, mujer.
Felicidades a tu madre.
Muy emotivo. Mucho. Te dejo un abrazo. Y una lágrima contenida pero de mucha emoción.
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