martes, diciembre 29, 2015

Mi madre y yo


Nunca se sabe de qué geografía proceden los recuerdos secretos.
Juan Cruz


A la mayoría de los hijos no nos enseñan que la mayoría de nuestros padres van a envejecer. Solamente vivimos con la ternura de los abuelos. Creemos que nuestros padres serán eternos o que nunca perderán la lucidez. Y cuando nos vemos en el espejo y miramos que nuestro rostro tiene una ligera arruga o en nuestros cabellos encontramos una cana o nuestro cuerpo empieza a doler,  recordamos que estamos con otra edad.

Últimamente tengo el sueño recurrente que mi madre tiene 42 años. Edad, no estoy segura,  en que decidió empezar de cero con sus dos hijos. Era fuerte e hiperactiva. No sé cómo con ese cuerpo pequeño y frágil pudiera tener tanta entereza para cualquier problema. De ella aprendí a ser trabajadora y a luchar por mis objetivos. Y aunque me tenía en un reino muy dominante, finalmente pude salirme del redil y, aun así, seguía ese cordón que nos ataba. Todavía no olvido las palabras que me dijo cuando nació mi hija: “Los errores que cometí contigo no los repitas con Bethania”. Uf, qué declaración tan sabia. A la fecha, trato de no repetir la historia con mi hija. Pero tampoco nos enseñan a ser padres.

Mi madre logró la mayoría de sus sueños: tener dinero, comprar muchísimos zapatos, viajar, estudiar, escribir y mirar a sus hijos con sus propios éxitos. Si mi madre dejó cuatro libros publicados en el área que se desempañaba como docente en la Universidad y era una lectora asidua, ¿por qué a su cerebro le llegó el Alzhéimer? Sólo Dios sabe la razón.

Mi madre y yo fuimos diferentes. No teníamos la misma forma de pensar, por lo tanto, había discusiones. Tan normales en cualquier familia. Quizá a mí me faltó más inteligencia emocional y prudencia, pero era una rebelde que deseaba tener el poder. Pero también coincidíamos en varias cosas. Nos gustaba ir a comer a los restaurantes; nos gustaba tomar café en las tardes, caminar y mirar el mar. Me reía de sus anécdotas más chistosas originadas por sus despistes o de su amor por los camellos. Siempre admiré su intrepidez por lograr lo que se proponía. Y podía contar más. Nunca olvidaré que me heredó su fe. Y por esa herencia, ella y yo, llegamos a firmar un pacto. Me alegra que fue a tiempo, cuando su cabeza estaba en orden. Mi madre y yo, no nos debemos nada. Conocimos la paz y nos cedimos el reino del poder.

Ahora extraño a mi madre, la necesito, pero la quiero lúcida y vivaz. Este año que ha sido el más difícil de mi vida, me sentí huérfana. Mi madre ya no estuvo conmigo mientras mi cuerpo sufría, ni me dio palabras de aliento y esperanza. A la mitad del año, ella se enfermó y me tocó cuidarla en un hospital. En el transcurso de la vida, la cuidé muchas veces, pero esta vez fue diferente porque los médicos me dijeron que moriría. Recuerdo la oración que hice para entregarla a Dios. Recuerdo su mano sobre la mía diciéndome: perdóname. Recuerdo la dolencia de mi cuerpo. Recuerdo, todavía, recuerdo mucho. Pero mi madre sobrevivió y sigue con vida. Sólo Dios sabe la razón.

Los papeles cambiaron. Ahora, desde mi ciudad, telefónicamente tengo que decirle palabras gratas y de ánimo. Escucharla con tranquilidad aunque me repita diez veces lo mismo en una media hora de conversación. Ya no puedo contarle mis agobios o mis sueños o preguntarle cómo realizo algo para mi trabajo.

Mi madre, que fue de calendarios, sigue aferrada al tiempo, al día, a la hora y a su mundo. Y está muy emocionada por su cumpleaños. Sí, mi madre cumple 83 años. Todavía se acuerda de mí.

2 comentarios:

Argénida Romero dijo...

Me haces siempre voltearme con un guante, mujer.

Felicidades a tu madre.

ÍndigoHorizonte dijo...

Muy emotivo. Mucho. Te dejo un abrazo. Y una lágrima contenida pero de mucha emoción.